Hola Buenos Aires

Después de ver árboles y perritos por todos lados en Rosario, llegar a Buenos Aires, a la estación Retiro y al tráfico de las 7 u 8 de la mañana, no fue muy agradable.

Con las no se cuántas libras sobre la espalda, tratar de tomar el bus que nos llevaba a Avellaneda fue casi imposible. Tuvimos que pasar por 3 choferes que nos rechazaron vilmente por andar con tanto paquete. Hasta que hubo uno que sí nos dejó subir al bus, pero nos cobró de más.

¡Ay! ¡Qué románticos y caballeros los capitalinos, ah! Pero estos son los gajes del oficio de viajer@…

Finalemente llegamos a Avellaneda, al sur de Bs As Capital, a casa de mi tía Fanny; que después de 12 años fuera de su ciudad no ha perdido su sabrosura guayaca… O más claro, su carisma y bondad.

Nos llenó de mimos y comida. De risas también.

Y fueron unas 2 semanas de noviembre (2012) en la ciudad porteña, un poco esquizofrénica, bipolar. Con olas de calor, luego lluvias torrenciales, cortes energéticos, después una ola de frío. El paro de los transportes públicos y una marcha anti K multitudinaria.

No obstante, Buenos Aires tiene su encanto, su charm. Ciudad de tango, recovecos de colores y música, el tren y el subte que llevan, vagón a vagón, miles de historias y rostros. Los árboles en primavera y las caminatas largas por la ciudad.

Además de otras muchas más experiencias, sentires y saberes que se cruzaron.

 

Hasta pronto Buenos Aires, nos vemos en un próximo post.

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Rosario en bici

¿Qué carajo hacemos? El pasaje a Córdoba está muy caro. Toca elegir otro lugar. ¿Y si adelantamos el camino a Rosario?

Grafiti rockstar en calles de Rosario
Grafiti rockstar en calles de Rosario

Rosario es un lugar que se recuerda con buena vibra. En especial porque la gente que nos recibió fue espectacular. Franco, nuestro anfitrión de CouchSurfing, nos aceptó la solicitud de sofá de emergencia en menos de 6 horas (cosa que no sucede frecuentemente) y nos alojó en su departamento con cariño. Conocimos a sus amigos y familia. La conversación siempre fue buena.

No hay manera de agradecerle tanta buena energía.

Rosario también nos recibió con una frase espectacular.
Rosario también nos recibió con una frase espectacular.

Casi apenas tocamos tierra rosarina, salimos con Franco a  comer y tomar unas cervezas a un bar de la ciudad.

Junto a su amigo (de quien no recuerdo su nombre pero sí sus historias) nos contó las mil y un anécdotas de sus viajes por Argentina y América del Sur. De las veces que tenían que racionar comida y que una galleta de sal, algo insípida, era un manjar. Del camping y los lugares que vale la pena visitar en la tierra gaucha.

Este abreboca de Argentina me dejó deseando más. Y aunque no logré recorrerla completa, estoy anhelando terminar ese recorrido.

La ciudad:

El Blvd. Oroño fue la columna vertebral de esta visita a Rosario. Y también de parte de la historia de Rosario. Desde ahí salimos a recorrerla a punta de suela y pedal. Franco, siendo un amor como lo es, nos prestó unas bicis que nos sirvieron de vehículo.

Casas, mansiones y palacetes al estilo victoriano, gótico, barroco y más le siguen el paso a este bulevar. Fue pan de cada día ver a los vecinos de Oroño paseando a sus perros, a dos ruedas o a pie.

El primer día, seguimos por el bulevar, de 25 cuadras de largo, hasta encontrarnos con la rambla (malecón), al pie del río Paraná, ese que nace de las cataratas de Iguazú.

Y desde ese punto me enamoré -o tal vez fue un poco de nostalgia- tantito de Rosario. Es una ciudad aparentemente tranquila, llena de parques, aceras y parterres con árboles y ese aire que en mi ciudad natal escasea; pero que, al igual que la mía, trae consigo la caricia del río.

Monumento a la bandera:

¡Soldados: esta es la primera bandera libre que se ha levantado en América! ¡Jurad sostenerla muriendo en su defensa, como yo lo juro!» -San Martín

En Rosario se izó por primera vez la bandera de argentina, en la gesta independista de 1812. De esto están muy orgullosos los rosarinos.

Tal vez unos 50 niños, de unos 8 años, estaban, al igual que nosotras, de excursión.

Este espacio, aparte de abarcar parte de la historia argentina, es también uno que llama también a los sentidos.

Texturas, formas, calor, fuego, luz, color….

Y muy cerca a este monumento, encontramos uno que la naturaleza parió. Un árbol que de seguro tiene tanta historia como la bandera argentina.

Hermoso

Sofía en bici:

Tomar una bicicleta después de más de 10 años de no tener una, fue un reto súper grande para mi. Y hubo de todo: caídas, tropezones, insultos y mucho dolor! Y claro, también revivir emociones infantiles, que eso siempre es bueno…

Así que, sumándose a la lista de planes, adquisiciones y metas próximas está comprar una bicicleta para -quien sabe cuando- ir a pedalear por el mundo.

Día en casa:

Un día rosarino decidimos quedarnos en casa. Aprovechamos para dormir más, tal vez leer correos, responder otros (realmente no recuerdo) y escuchar algo de música. Y fue cuando llegó la tarde, cuando me di cuenta que otro día había pasado. Y fue cuando el sol pintó la ciudad a su antojo, que me di cuenta que todo lo que esta debajo de él es una obra de arte.

Sin filtro y en alto contraste
Sin filtro y en alto contraste

Y luego también se acercó la luna para susurrar sobre el río el mismo mensaje.

Salimos con Franco a pasear frente al Paraná y la coqueta remecía sus luces en el agua.
¡Brillaba tanto! que hasta la pobre cámara de mi iPod logró capturarla.

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Tal vez fue envidia o ganas de demostrar que ella es también igual o más guapa que el sol.

Rosario y sus mascotas callejeras:

Una caca desobediente
Una caca desobediente

Para los amantes de los perros, Rosario es la ciudad para estar. Existe una ordenanza municipal que protege a los animales comunitarios; que se materializa en los perros que ves por las calles, solos o acompañados, pero siempre bien cuidados.

Incluso, en el parque Independencia hay un monumento a ellos.

«En un mundo ideal, ocuparías el enorme sitial reservado para los seres capaces de ofrendar sin límites el más sublime de los sentimientos: AMOR».

Frase en el homenaje al animal comunitario, 29 de abril de 2011.

A Buenos Aires en tren:

Hoy es día de partir, camino a otros aires, los de Buenos aires. Allá un pedazo de mi familia me espera y yo espero verlos también.

Un tren viejo a Bs As
Un tren viejo a Bs As

Es mi primera vez en un tren y, al muy estilo bus-urbano-viejo-de-Guayaquil, vamos en uno que «traquetea» y salta peor que terremoto Japón 2011 (sí, un poquito cruel, lo sé). Creo que me siento -incómodamente- en casa.

¡taca taca taca taca taca pun! ¡taca taca taca taca taca pun!

¡¡¡…por 9 horas!!!

Pero que lindo es dormir sin dormir en este ferrocarril, que es mi primero.

Y que linda es Argentina dándome la bienvenida, como quien dice «Siéntete a casa».

Otros highlights de Rosario:

El blanco desierto boliviano

Conociendo a la reserva de sal más grande del mundo.

Salar de Uyuni, Bolivia. Vista desde la Isla del Pescado.

Era mitad de agosto del año pasado cuando despertaba en el suroeste de Bolivia. Estaba con mis amigos alzándonos de un frío punzante que nos lastimó hasta los huesos. La noche anterior habíamos dormido en el bus que nos llevó hasta ese pueblo en una hora poco acertada para buscar un lugar y el frío, como repetiré algunas veces, nos consumió. Qué caras habremos tenido que el señor del bus nos miró un segundo, murmuró algo y nos dejó quedar ahí.

Al tranquilizar la paranoia urbana de un posible secuestro -que nos dejaría sin órganos según los enredos de la cabeza-  aceptamos el solidario alojamiento.  Adelante mío dos señores decidieron hacer lo mismo. Nadie quería esperar en la calle – fría- aunque tuviesen más de un kilo de hojas de coca cerca de la mochila. Era mejor sacar la risa atravesada, callarse por completo y masticar cuatro o cinco de esas hojas. Cerramos los ojos, cada uno a su manera: dentro de sus bolsas de dormir, entre mochilas, en dos asientos.

Las ventanas empañadas daban el paisaje de Potosí. Un sitio donde se cuentan historias del gran desierto de sal llamado Uyuni, conocido por tener una superficie de 10.582 kilómetros cuadrados y considerado el mayor desértico de sal en el mundo. Hay otros importantes como el Desierto de Atacama en Chile o las Salinas Grandes en Argentina pero al salar boliviano se lo destaca por su extensión y formación.

Las predicciones del clima oscilaban entre los – 9° y una máxima de 14°. Me había acostumbrado a estar cuatro metros sobre el nivel del mar y en ese instante me encontraba en una altura de 3.650 metros. Era el momento de permanecer despierta y continuar disfrutando de un viaje que crecía. Abrí medio ojo y comencé a mover cada dedo de los pies para salir de la bolsa de dormir. Necesitábamos un poco de arranque para conocer esos reflejos blancos de los que tanto hablaban. Apenas podíamos estirarnos cuando de pronto descubrimos que algunas de nuestras ropas, mojadas por el día anterior en una terma, tenían gotas congeladas por los grados bajo cero que sobrevivimos.

Y al instante una señora que al parecer ya nos había visto el día anterior.

-¿Nos está haciendo señas?-

No era difícil, todos sabían por qué estábamos ahí. Los que llegan hasta aquí esperan pisar el camino blanco. El problema de ir totalmente independientes era el “cómo llegar”. No había muchas opciones de transporte y las extraviadas eran inevitables. El que llega sabe que es una difícil travesía y considerar la opción de tours bolivianos se vuelve necesario.

Las posibilidades se abrieron al bajar del bus cuando escuchamos a una mujer llamada Santusa, quien significó lo que era su nombre, la santa (salvación para nosotros). Recuerdo ver a Diana, Andrea y a Jonathan adelante de mí. Todos envueltos como momias enredados en bufandas y suéteres.  Caminamos alrededor de tres cuadras con pasos lentos – torpes- persiguiendo a la Santa. El sol se levantó junto a un pueblo que abría sus puestos de comida, entre  el humo de parrillas y carros dispersos, que dejaban ver el paso de los vendedores de artesanías del mercado.

Fue un momento de decisión -como cada minuto de la vida-. Con nuestros amigos tuvimos la oportunidad de elegir y compartir anteriores caminos. A ellos los conocimos en Perú al realizar la Ruta Inka, ambos se habían animado a viajar por esta parte del sur pero no tenían tiempo, al igual que Diana y yo no teníamos dinero. La decisión era  obvia a nuestras circunstancias. Aceptamos la vuelta de un día.

Santusa incluía recorridos de tres o cuatro días que incluían noches en el hotel de sal, pero un día es suficiente para tener algo de sal en los ojos. Mientras tanto descansamos en el sofá de Santusa y nos ganamos un buñuelo boliviano – que era rosca grande- y un café que animó nuestra bienvenida al Uyuní de Potosí. Hicimos que los minutos hagan de nosotros lo que querían: tres personas más y directo a la ruta del salar.

Dando vueltas por la sal

 El tramo comenzó con un pequeño acceso a las artesanías del lugar. Nos tomamos algunas fotos pero todo será rápido al estar junto al jeep. El guía nos ayudó en todo apenas entendiendo su “bienvenidos”. Hablaba tan rápido que decidimos tomar en cuenta sus señas. Avanzamos hasta el primer punto que fue el Cementerio de trenes, un lugar irreal. Los materiales oxidados daban algunas formaciones de lo que fue un cuento olvidado de Bolivia. Aquellos restos de antiguos trenes recuerdan el tramo que unía a bolivianos y chilenos a finales del siglo XIX.

Aquel recorrido provoca la exploración inmediata de aquellas latas viejas que cargaron historias. Girábamos por todo el lugar. Aunque la ojeada fue rápida.  «Hay que llegar al desierto», repetía el guía.

 Nos alejamos del camino de piedras y comenzamos a entender todo el reflejo del lugar -vimos luz-. Estábamos adentro de un mundo blanco aún creyendo que en un punto iba a terminar. Pero era infinito. Seguíamos andando y a los lados decenas de carros movían a otras personas que compartían el asombro y contemplación del momento.

 En esa claridad encontramos gente que recogía la sal a lado de camiones. Un método de extracción que se utiliza para las casi 25.000 toneladas de sal que se retiran al año. Esta técnica consiste en formar pequeños montículos para que el agua que contienen se evapore y facilite su transportación. Se cree que existe alrededor de 10 mil millones de toneladas de sal almacenadas en este desierto.

 

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Pausa para los pasajeros

Y exaltados saltamos a la sal. Habíamos llegado, giramos y nuevamente nos dijimos «llegamos». De mi incredulidad me dieron ganas de comer sal. “No comas mucha sal que se te hará agua la sangre”, se me repetían los mitos urbanos. Desde los cinco años cada vez que comía un poco de sal se me regresaba la frase y solo me quedaba la sensación áspera, casi adictiva, casi agua,  en mi paladar. Una impresión que regresó a mi memoria al estar ahí, rodeada de tanta sal.

 Desde el comienzo del salar se puede observar ciertos reflejos que van creciendo por una ligera cubierta de agua. Por lo general es un efecto que crece entre los meses de enero y marzo, usualmente en tiempo de lluvia. Eran días de agosto, pero aún así podíamos ver aquellos reflejos que daban una sutil impresión de hipnosis.

Al avanzar por la tierra blanca un gran punto quedó como testigo del lugar donde viajeros dejaron sus raíces como ofrenda. Habíamos llegado al hotel de sal donde las banderas de algunos países regalaban la siguiente postal pero faltaba la nuestra.

“¿La dejo?”, pensé. Alzando la bandera de Ecuador escuchamos unos gritos -esto no suele ocurrir con frecuencia-  la sorpresa es grata. Los gritos habían nacido de tres viajeros que llegaron desde la mitad del mundo, Quito.

Era el retrato ecuatoriano. Nos unimos y hasta decidimos izar la bandera. Por supuesto, nuestros compañeros de viaje se rieron pero nos dejaron continuar el encuentro patriota. Mientras ellos recorrían el hotel por dentro nosotros fuimos los primeros ecuatorianos en dejar una ofrenda tricolor, tal vez otro ya lo había logrado, pero ese momento era nuestro. Aún estaba en menos de la mitad de mi viaje y ya me estaba regalando los mejores recuerdos compartidos entre tanta naturaleza boliviana, aprendiendo, viajando y apenas con unos segundos para visitar el hotel.

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Gigantes en formas de cactus

El desierto está ubicado dentro de la región altiplánica de la Cordillera de los Andes donde en un pasado, posiblemente, estuvieron acompañados por lagos extensos donde actualmente se puede encontrar una isla llamada el Pescado.  Un sitio donde cactus gigantes son los guardianes del extenso salar.

Al final del recorrido nos encontramos ahí, entre cactus que superan los cinco metros de altura. Subimos hasta lo más alto de la isla –en mi caso sin aliento- aunque días atrás aprendí a controlar un poco la respiración. En mis piernas, al igual que el de mis amigos, estaban caminos marcados como el recorrido de dos días hasta Choquequiraw en Perú o las cuestas de la Isla del Sol en la misma Bolivia. Una inhalada profunda y los pasos continúan por sí solos.

Al llegar a la cima enmarcamos una de las mejores vistas del Pescado dejándonos en la boca un “Absolutamente hermoso”.  Un sitio que inspira contemplación, donde puedes relajarte un poco y disfrutar.

De regreso por el desierto encontramos el ojo del salar. Uno de los puntos donde se dice que respira Uyuni. Un poco de sonidos acompañaba el retorno que nos permitía agradecer a la naturaleza: compartimos con extraños y sumamos una impresionante imagen de un país donde algunos no creen encontrar nada nuevo.

Poco a poco fue anocheciendo hasta nuestro regreso. Los caminos ya estaban a punto de dividirse. Un abrazo agradecido a la santa,  mochilas a las espaldas y partimos. Unas papas fritas para la que no quiere comer carne, una hamburguesa para los que si quieren. Las carretas están muy cerca al igual que el terminal de buses –apenas una calle de distancia- en un pueblo que parece dormido.  Andrea regresaría a su Colombia y Jonathan a su Argentina. Ambos retornarían a sus países desde Perú. Mientras Diana y yo continuaríamos por un camino que trazaba a Brasil. Estos son los tipos de despedidas que nos hacen crecer y valorar los instantes de experiencias, de recuerdos. A partir de ese momento comenzarían algunos de los mejores momentos infortunios del recorrido. Y tras el anochecer de Uyuni las intenciones del viaje se dirigían hacia la frontera entre Bolivia y Brasil.

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Cómo llegué a Salvador…lo que hice, se los cuento luego.

¿No les ha pasado que sueñan en conocer un lugar, solo porque es parte de la letra de una canción que les encanta? Pues fue de esa forma como inició mi camino hacia Salvador de Bahía.

Salí de Ecuador y lo único que sabía para ese entonces, era que se encontraba al nordeste de Brasil. Punto.

Nunca remedié mi ignorancia. El Google sirvió para averiguar otras cosas; algunas importantes, pero la mayoría ociosas en realidad.

Siendo franca, pretendía conocerla porque a Jorge Drexler se le ocurrió nombrarla en apenas una línea de “Todo se transforma”. Lo más estúpido, es que la canción hace referencia a 50 mil ciudades más –exagerando un poquito- pero yo quería llegar a pisar las calles de esa.

¿Motivos más allá de ese?, ninguno.

La canción de Drexler la pueden encontrar aquí:  http://http://www.youtube.com/watch?v=iOnGr7DUlAU

***

Mientras duró el viaje por Sudamérica, nunca planeamos una ruta fija, pero por cuestiones de distancia y dinero, Salvador quedó relegada solo como una posibilidad, sin saber que más adelante habría cambios.

Llegamos a Perú, y uno de los primeros amigos que hicimos en el camino era un brasileño que “sorpresivamente” vivía en Salvador, siendo ante mí, la primera señal que me estaba llevando hacia allá, o al menos es así como quise tomarlo.

Después, el amigo se convirtió en algo más y con todo lo que conllevan los romances inesperados, está de más decir que el interés por la tierra bahiana creció, y tomó un matiz que fue más allá del capricho musical que les había contado.

Acabada la travesía peruana, el brasileño se fue por su lado, yo por el mío, y en el medio, la propuesta y la promesa de un reencuentro en Salvador de Bahía, que a fin de cuentas aún no sabía si se iba a cumplir.

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***

Con la Sari nos habíamos enamorado de Bolivia, y hasta ahora no recuerdo por qué decidimos partir de ella tan pronto; no teníamos razones que nos apresuraran, y los días sin duda habían perdido el estigma de sus nombres.

Pero Brasil nos ganó y adelantamos la llegada a su frontera, haciendo que la distancia hacia el nordeste se haga cada vez más corta…sin intención, ¡lo prometo!

Entramos por Corumbá, llamada también la capital de El Pantanal, que es el humedal más grande del mundo con todos sus 220.000 km² de extensión.

Ubicado en una zona inhóspita, es prácticamente una obligación contratar un tour que te lleve a explorar su interior, así que decidimos “cotizar” los paquetes que  nos convenían más.

La verdad es que caímos con el primer vendedor al que nos acercamos; un personaje muy simpático llamado Thiago, que según él, por ser buena gente, nos dejaba el recorrido de dos días a TAN SOLO 300 reales.

No le hacemos al regateo con talento, así que no tocó más que pagarle el paseo.

Con una sonrisa eterna en la cara, Thiago amenizó el dolor de nuestros bolsillos preguntando sobre qué otros lugares visitaríamos en Brasil; no terminamos de contarle que después viajábamos a Sao Paulo,  cuando se apresuró a sugerirnos que vayamos a Bahía.

Nos quedamos calladas, con los cachetes inflados como sapo intentando no soltar una carcajada, pero al fin y al cabo, Thiago “el adivino”, me miró y dijo: “¡ah! Você  tem um amor em Bahía”.

Quizás tenía una intuición bien afilada, pero lo más seguro es que mi traicionero rostro vestido de rojo me delató.

Sus palabras eran lo que parecía una nueva señal.

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La inmensa Sao Paulo nos recibió de la mejor manera, con un montón de amigos que habíamos hecho en Perú, y que desde el principio nos trataron como si nos conocieran de toda la vida.

Guilherme, uno de ellos, nos alojó en su departamento, y envolviéndonos dentro de esas conversaciones en las que terminas escarbando los árboles genealógicos de la gente, resultó que su familia llegó desde Bahía para buscar nuevas oportunidades en esta ciudad que, con 20 millones de personas, supera de largo a la población de nuestro país de la mitad del mundo.

Entre las maratónicas caminatas y exploraciones que emprendimos por Sao Paulo, también llegamos a la casa de Leticia, la más bacán y subversiva de todas las Japón-brasileñas del mundo, si es que así se puede describir a sus raíces, que para variar en esta cadena de coincidencias, tenían sangre bahiana por el lado de su madre, una señora CALIDAD por supuesto, que enterada de mis amoríos por culpa de la cargosa de Sarah –¡te quiero Sari!-, no dejó de insistir jocosamente en que emprendiera el paso hacia su tierra.

Pasaron los días, y también paramos por la casa de otra amiga, Mariana, donde por primera vez probé una pizza con topping de palmito –deliciosa por cierto- y donde además disfrutamos de una tarde amenísima junto a toda su familia. Efusiva como es ella, aprovechó el momento para hablar de todo, incluyendo de Salvador, contándonos que se trataba de una ciudad divertida y de muchísimos colores, a la que siempre regresaría.

Como buena supersticiosa, parecía que la vida se estaba empecinando en guiarme al nordeste con todo el mundo martillándome la idea en la cabeza. Hasta las calles de Sao Paulo se confabularon; sus insinuantes rótulos mostraban constantemente nombres de ciudades y personajes de Bahía, como si trataran de darme una especie de aleccionamiento fortuito.

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No recuerdo el día, pero sé que eran las 5 de la mañana cuando llegamos a Rio de Janeiro, que por culpa o gracia de las novelas –eso ya depende de las perspectivas- se convirtió en uno de los principales referentes de lo que es Brasil fuera de sus fronteras.

No me tomen a mal; sin duda Rio es una ciudad encantadora que disfruté muchísimo, pero las novelas – ¡sí, soy novelera y qué! – me mintieron toda la vida: sus playas no están repletas de cuerpos esculturales que hacen avergonzarte de estar en traje de baño, Copacabana e Ipanema son playas bonitas pero no impresionantes, y sobre todo, el  agua del mar no tiene una temperatura cálida todo el año, como quisieron hacerme creer con las típicas escenas en las que gente bonita sale diciendo que el agua estaba deliciosa.

Con la Sari es muy común que, sin darnos cuenta, terminemos gritando en lugar de hablar, invadiendo impertinentemente los oídos de la gente.

Comentando nuestra desilusión del mar de Rio, un par de amigos cariocas, con los que compartimos más tiempo en Bolivia que en su propia ciudad, “casualmente” nos escucharon y terminaron contándonos que hay varias zonas en Brasil donde la temperatura del océano siempre se mantiene cálida.

Aunque a esta altura ya no les sorprenda, una de esas era Bahía.

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Por recomendación de Jonathan, un amigo muy querido, llegamos a Ouro Preto, una de las ciudades más hermosas del Brasil, no solo por su encanto colonial sino por toda la historia que ahí se guarda.

Ahí, la Sari terminó decidiendo que no iba a Salvador -la entendí perfectamente, tampoco podía hacerle gastar su dinero por mi capricho-, mientras que yo me quedé sin saber qué hacer.

Que alguien me acolitara al nordeste, era algo así como cuando le pides a una amiga que te acompañe al baño que queda al final de un pasillo repleto de hombres; si no lo hace, es muy probable que no vayas y te aguantes, a menos que de verdad te estés haciendo pis en los calzones.

En fin, estaba a punto de ponerme en plan “la próxima vez será”, cuando apareció Adéle, una francesa a todo dar que había conocido unos días atrás en Rio y que por coincidencia cayó en el mismísimo Sorriso do Lagarto, el hostal donde estaba alojada.

Luego de la gracia que causó el nuevo encuentro, tuvimos mucho más tiempo de conversar sobre nuestros viajes; ella había vivido algo más de un año en Lima por cosas de un intercambio, y estando a un par de meses de regresar a su país decidió mochilear sola por el resto de Sudamérica.

Para cuando la volví a ver, apenas le quedaba una semana para cruzar el Atlántico, y casi sin dinero,  el vuelo más barato que consiguió para regresar a casa, salía desde Salvador de Bahía.

Esto ya era mucha casualidad. La frase dice que todos los caminos llevan a Roma, pero a mí me estaban llevando al nordeste.

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Si Adéle viajaba sola ¿por qué yo no?, si cada vez crecía más la intriga de lo que era Salvador ¿por qué no ir?, si había alguien que me esperaba ¿por qué no arriesgarse?

El viaje estaba decidido. Sin embargo, llegar por tierra a la capital de Bahía implicaba un trayecto de más de 15 horas, demasiado tiempo para pensar y repensar si se trataba de una buena decisión.

Llamé a mi hermana para que me ayudara a comprar un boleto de avión, que a la final terminó costando lo mismo que un bus.

Salí de Ouro Preto con las justas; durante el día habíamos pasado subiendo y bajando empinadas calles, entramos a museos interesantísimos, tomamos helados de 1 real, nos tiramos a dormir en el césped de un parquecito, y así, entre salto y salto de felicidad por todo lo que estábamos viendo, el bus que me llevaría hacia el aeropuerto de Belo Horizonte estaba a menos de una hora de salir, y yo ni siquiera había arreglado mi maleta.

Correr no es mi fuerte, y mucho menos con 14 kilos sobre la espalda y un incandescente sol sobre la cabeza. Llegué a la puerta del bus agotada, vencida; el carro empezó a rodar inmediatamente. Desde afuera, la Sari me dio un adiós de buena suerte.

Mi vuelo salía en la madrugada, así que por unas horas, intenté dormir en las bancas del aeropuerto, pero no pegué ni un ojo, estaba nerviosa.

Despegamos, y como se trataba de un vuelo barato –en términos de la exageradamente cara economía brasileña- hice escala en Rio y Sao Paulo, recordando los pasos que marqué por ahí.

No te das cuenta de la verdadera magnitud de las ciudades hasta cuando las ves desde el aire, ¡una sensación  maravillosa¡

Y así, entre intervalos de aviones y salas de espera, habían pasado unas 8 horas, y con ellas, llegó el aterrizaje en Salvador de Bahía.

***

-Ya llegué, alcancé a pronunciar desde un teléfono público.

– Ven, te espero, se escuchó al otro lado.

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Dicen que todo es difícil hasta que se hace

Hacía calor, no tanto por la temperatura que Guayaquil registraba ese día, sino porque mi maleta aún estaba pesada, y eso de empacarla y desempacarla 100 mil veces, para conseguir cargarla con relativa comodidad, hizo que mi cuerpo se empape de sudor.

Digamos que es algo así, pero no tan exagerado, ja!
Digamos que es algo así, pero no tan exagerado, ja!

¡Maldición! Pensaba solo eso cuando, yo, la que tanto insiste en la puntualidad, tenía que estar camino al terminal terrestre, pero en realidad seguía con mi aprieto mochilero.

Sonó el celular y era Sarah que ya me estaba esperando casi, casi en la puerta del bus, y con la típica mentira de “ya estoy llegando” colgué y me sentí vencida; no había tiempo y no quedó otra alternativa que empezar a acostumbrarme a los 14 kilos de la que sería, por un tiempo incierto, mi casa, mi armario, mi alacena y hasta mi compañera.

Con el tiempo justo, avancé a registrarla como carga; llegaron las 2 de la tarde y también la hora de despedirme de mis papás, que para ese momento ya se habían metido en la zona de andenes –prohibido, por cierto, sin un boleto- para inspeccionar de pies a cabeza el bus en el que permaneceríamos por unas 30 horas hasta llegar a Lima.

Después de los respectivos consejos y bendiciones, esa idea que nació en las bancas de un café, empezó a hacerse realidad. Nos habíamos ido, éramos  Vagabundavida.

Escribo todo esto, porque ando con las sensaciones alborotadas y necesitaba recordar cómo empezó todo. Y es que hace 15 días se cumplió un año desde que nos embarcamos en un bus que no solo nos llevó al Perú, sino que nos abrió el camino para recorrer otros cinco extraordinarios países, y aún no me la creo.

Hoy, aunque encerrada dentro de una oficina y con el ruido de los carros de fondo musical, mi mente continúa viajando, recorriendo nuevamente los pasos, recreando los paisajes, imaginando a los amigos; en  definitiva, recordando lo maravilloso que fue dejarlo todo por viajar, confirmándome a mí misma que eso es lo que verdaderamente me apasiona y me hace feliz.

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No se trataron de simples vacaciones, sino de una travesía impulsada por la necesidad de construir una vida de exploración, de ser parte de mundos distintos, de abrir más la mente, de entender y ser más tolerante con lo que resulta ajeno, pero sobre todo, de dejarse sorprender.

Ahora que regresé a casa, la gente me dijo “bienvenida a la realidad”, pero me rehúso a tener una vida supeditada únicamente a trabajar, casarse, tener hijos, e irse de vacaciones 15 días al año; no porque esté mal, sino porque estoy firmemente convencida de que mi existencia tiene un propósito de mucho más alcance, al igual que la de todos cuando se tiene el coraje de hacerlo.

Si llego a vieja, quiero serlo con innumerables historias para contar, y el ahora es el momento para poder ver, sentir y aprender del mundo.

Dicen que todo es difícil hasta que se hace. Yo ya di mi primer paso para una vida de viajes, y estoy preparándome para todo lo que se viene.

Espero que ustedes también se embarquen en la aventura de su vida. Sin importar cuál sea, nunca se cansen de buscarla.

Un chapuzón de felicidad (Parte 2)

Tengo una gran sonrisa. Extiendo mis brazos y el agua que salpica de una cascada me moja, me empapa. No paro de reír.

(Salto Ramírez – Iguazú, Argetina)

Estar en las cataratas de Iguazú es una de las mejores experiencias de este viaje y de mi vida. Es ese recuerdo que siempre me alborota el corazón.

Iguazú tiene ese noséqué-quéséyo que los gringos describen como «mind blowing». Y sí, así los siento yo… que mi cerebro explotó, que la energía dentro de mi se expandió, que todas las partículas del universo me alcanzaron.

 

Iguazú desde Argentina

El boleto de entrada al Parque Nacional Iguazú, en el lado argentino, que cuenta con 67.720 hectáreas, es más costoso que del brasileño y, obvio, esto nos duele un poco en el bolsillo. Sin embargo estas experiencias, a la final, no tienen precio.

En el Centro de Visitantes nos dan la bienvenida y recomiendan un par de senderos para hacer en corto tiempo; ya que llegamos tarde al parque (consejo: si se están alojando en Foz do Iguaçu, salgan con 2 horas de antelación).

No obstante, el mejor saludo que recibo es el de decenas de mariposas que nos acompañan, desde la estación Cataratas hasta la de Garganta del Diablo, volando al lado del tren en movimiento y luego, ellas muy coquetonas, al rededor de nosotras. Estas damas son las verdaderas anfitrionas del Parque Nacional Iguazú.

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Desde arriba:

El primer sendero que realizamos fue el Paseo Garganta del Diablo, en el que hay que caminar sobre agua.
No, no nos pongamos bíblicos… simplemente es un puente largo (el sendero comprende 1.100 metros)  que pasa por el río Iguazú hasta llegar a la estruendosa catarata.

En el camino algún coatí se escurre entre las estructuras metálicas del camino y otras mariposas aparecen por ahí.

Tal vez a unos 100 metros (si no es más) ya se puede ver una gran «neblina», que no es más que la cascada reventando una y otra vez.

 

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A 100 metros o más, la «neblina» de la Garganta del Diablo

 

En medio del río veo a una tortuga naufraga, aferrada a una roca. Ella sabe que si se suelta, es el final de la batalla.

Tortuga1
Un pequeño en ser en medio de una gran correntada…
Luchando
…Luchando

 

Caminamos un poco más y el rugido del agua se hace más fuerte. Se escuchan también muchas risas, algunos gritos y la gente que regresa está tan mojada… parece Carnaval*.

Cuando llego a ver eso que vi seis años atrás, instantáneamente mis mejillas se alzan y muestran mis dientes dentro de una sonrisa.

Esta es mi segunda vez en la Garganta del Diablo. Siento lo mismo que sentí es vez: Mira Sofía que pequeña eres ante la naturaleza y que grandiosa y fuerte es ella. Aún lo siento cuando regreso en mi memoria.

Recuerdo que la primera vez que visité esta caída, un guía nos contó que hay mucha gente que llega hasta esta cascada a morir. No lo logro entender… No comprendo como alguien puede venir hasta este lugar, ver tanta belleza y aún así querer irse.

El lugar está tan lleno de vida. El agua vomita arcoiris por doquier y algún ventarrón trae consigo la bruma de la cascada y hay decenas pájaros sobrevolando el lugar. Y ahí, donde estoy parada, no dejo de maravillarme con todo lo que mis ojos capturan.

 

 

Más agua por todos lados:

Desde el lado argentino, la experiencia en Iguazú es diferente, es mucho más cercana.

Realizamos, aparte del Paseo Garganta del Diablo, los circuitos superior y parte del inferior. No alcanzamos a realizar los senderos Macuco, Verde, ni Isla San Martín.

Son 650 metros de caminata en el Superior, en los que, entre los pasos, te encuentras con 7 cascadas bajo tus pies.

Si desde Brasil la experiencia es de maravilla pura, desde Argentina es de contacto total. Las mayoría de las caídas se encuentran en este lado y puedes verlas desde arriba o abajo.

Son 2 felicidades diferentes y perfectas a la vez.

 

 

Saborear el cielo (Circuito inferior):

Tal vez el más delicioso almuerzo de mi vida lo he comido en Iguazú. El menú: pan aplastado, dulce de leche y agua; servidos sobre una gran roca húmeda al pie del río.

Después de horas de caminata, parar en un spot donde nadie más está y maravillarse de toda la vida al rededor, es casi como tocar el cielo: A nuestras espaldas, plantas, flores y mariposas; desde las costillas derechas hasta ese punto entre los ojos,  los saltos Bossetti y Eva; y a la izquierda, donde se posa el corazón,  Brasil.

Por ahí aparece una lancha llena de turistas que han pagado para que los mojen rápidamente bajo el agua de Bossetti. Y luego, unos pájaros volando, un arco iris, el perpetuo sonido del agua fluyendo… Y sobre nosotras, la luz de un atardecer que comienza a dar guiños.

Puedo saborear esto una y otra vez en en el menú de mi memoria y asegurar que sabe a paraíso.

Paraíso.
Paraíso.

 

 

Fin:

Las mariposas, los coatíes, el agua empapando los sentidos… Se respira diferente aquí.

Al final (obligado) de nuestro recorrido, un guardaparque se acerca a decirnos que ya es hora de cerrar. «¡Unos minutitos más, por favor!», rogamos y  accede.

Caminamos con él y encontramos el salto Dos Hermanas. Como niñas nos acercamos a la caída para refrescarnos con su energía.

Todas mojadas, el guardaparque nos toma una foto al pie de Dos Hermanas, aunque en este caso seamos tres.

Vagabundavida frente a Dos Hermanas
Vagabundavida frente a Dos Hermanas
 
 
NOTA: Viaje realizado en Octubre 2012.
*En Ecuador, tenemos la costumbre de jugar con agua en el feriado de Carnaval.
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