Bolivia, una historia de calzones

Pueda que no sea un récord Guinness, pero a mí se me han congelado los calzones a más de 3.600 metros sobre el nivel del mar. Así que si me preguntan qué es lo más bacán que sucede cuando se viaja, yo diría que son las anécdotas que se van recogiendo en la marcha.

Pasó en Bolivia, esa tierra de historias verdaderamente peculiares que no se olvidan nunca. Andaba junto con Andrea, Sarah y Jonathan cuando decidimos salir de las termas de Potosí para ir en un viaje de más de 7 horas rumbo a Uyuni, la ciudad del salar más grande del mundo.

El momento exacto no lo recuerdo, pero la noche había caído cuando llegamos. Sin mucho dinero y siempre con el ánimo de ahorrar hasta el mínimo centavo, terminamos haciendo del bus nuestro cuarto de hotel, tal como nos lo había sugerido la muchacha que nos vendió los pasajes.

Cada quien escogió su “cama”, y en una especie de vecindad improvisada empezamos a colgar la ropa y los trajes de baño que habíamos traído mojados desde Potosí. Organizada la tienda nos acostamos con la seguridad de que todo quedaría seco para el día siguiente, pero nunca contamos con la astucia de la temperatura del salar.

Hasta cierto punto las bolsas de dormir ayudaron a protegernos del frío, pero avanzadas las horas fue difícil descifrar en dónde el tiempo se había tornado más extremo, si dentro o fuera del bus. Hasta ahora puedo apostar que los grados llegaron bajo cero.

Salió el sol, y aunque entumecidos sin poder sentir ni la punta de los dedos, habíamos sobrevivido. El conductor abrió las puertas del vehículo y nos apresuramos a empacar nuestros enseres viajeros hasta que vimos la ropa en nuestro “tendal”. ¡Maldición!, con el resplandor de la mañana notamos que aún le seguían escurriendo gotas, pero la realidad al intentar exprimirlas fue que se trataba de agua congelada, hielo, témpanos, o como quieran llamarlo.

Mis bragas y mi malla de baño bien pudieron haber funcionado como tablas de cocina, mientras que la bermuda de Jonathan fácilmente como un surfboard. Solemos relacionar a la humedad con climas tropicales, pero aprendimos que también existe –y mucha- en el altiplano. Secar nuestras prendas fue una misión fallida.

Pueda que suene un poco a desgracia, pero ese fue uno de los episodios más graciosos durante el viaje por Sudamérica. En fin, todo puede pasar en Bolivia, donde retrocediendo tan solo unos días de nuestro inconveniente con el frío, nos hizo protagonizar otra historia relacionada con calzones. AHORITITA les cuento arriesgándome a que crean que sufro de fijaciones extrañas.

Resulta que para llegar a las termas potosinas que les conté, tuvimos que subirnos en una kombi de esas en las que se sortea lo sinuoso del carretero al ritmo de tecnocumbias locales que, puestas a volumen de discoteca, hacen que sea imposible no pegar la oreja para poder escuchar lo que te dice cualquiera que esté a lado.

La cuestión es que en alguna parte del trayecto se subió un muchacho argentino que más adelante sabríamos fue bautizado como Mariano y que decidió largarse de casa, no porque no le gustara su nombre, sino porque no le interesaba cumplir con las aspiraciones de su familia de verlo ingresar a la facultad.

Imagino que con los chicos estábamos charlando muy alto, y asumo además que a Mariano le agradó escuchar el acento “che vite” de Jonathan que posiblemente no le sonaba desde hace mucho alrededor; y así, sin más, se nos unió a la conversa.

En estas interacciones esporádicas lo común es que se crucen frases como “de dónde vienen”, “hasta cuándo se quedan”, “para dónde van”, y pare de contar, pero Mariano no paró nada y fijo terminamos conociendo que su salida de casa le significó convertirse en minero, y hasta en cargador de mercado a cambio de un techo y algo de paga.

De seguro tiempos duros, pero la verdad es que se veía aliviado, despojado de todo, con apenas un saquillo que había adecuado como mochila y con muchísimas ganas de ir a las termas, así que con buenas intenciones se ofreció a llevarnos a las mejores.

Sin duda pecamos de turistas y nos dejamos llevar. Las famosas termas acabaron siendo piscinas no solo repletas de gente, sino también de cebo a donde Mariano iba porque necesitaba un baño. No me atreví a  preguntar desde hace cuánto.

Inesperadamente a Sarah le dolió la cabeza y decidió ir a dar una vuelta. En realidad fue una fuga, quedando Andrea, Jonathan y yo ante la mirada de Mariano que nos invitaba a meternos al agua. Lo peor de todo es que lo hicimos.

Nunca nadamos, recuerdo que permanecimos estáticos como que si eso impidiera que la mugre se nos pegara al cuerpo, ¡qué giles! Nadie se muere de sucio, pero salimos casi de inmediato, nos cambiamos y nuevamente en frente nuestro Mariano con una sonrisa de cachete a cachete porque seguro se sentía genial de estar “limpio”.

Sin embargo le faltaba algo que necesariamente debe estar sin usarse después del baño: un calzoncillo. Andrea obviamente no tenía y yo menos, así que la cosa era con Jonathan. Solo escuché un ¿tenés un bóxer que me prestes?, y cuando regresé a ver a Johnny, su expresión fue la de “no loco, esos bienes son intransferibles”.

Nunca supimos si Mariano volvió a ponerse sus calzoncillos usados, o simplemente decidió marcharse con la libertad al interior de sus pantalones. Lo que sí estaba claro, es que nuestra amistad pasajera con aquel argentino se rompió cuando la transferencia de ropa interior no fue concretada.

Nos despedimos deseándole buena suerte. Nunca intercambiamos contactos, por tanto es complicado saber si continúa en Bolivia, si regresó a casa o si decidió desviar su camino hacia otro país, pero el mundo es inexplicablemente pequeño y algún día sabremos si se pudo conseguir más calzoncillos o no. Ojalá que sí.

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Publicado por Diana Vega

Intentando ganarme la vida como trotamundos.

Un comentario en “Bolivia, una historia de calzones

  1. ¡Gracias por dejarme revivir semejante historia! Ahora me siento un chiquitin egoista por no haberle compartido al menos UN calzón al muchacho Mariano. ¿Qué será de su vida? Además, cuando leí el título me imaginé otra historia: la de Bolivia, una historia SIN calzones 😛 ¡Te adoro, mi pequeña Diana!

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