Conociendo a la reserva de sal más grande del mundo.
Era mitad de agosto del año pasado cuando despertaba en el suroeste de Bolivia. Estaba con mis amigos alzándonos de un frío punzante que nos lastimó hasta los huesos. La noche anterior habíamos dormido en el bus que nos llevó hasta ese pueblo en una hora poco acertada para buscar un lugar y el frío, como repetiré algunas veces, nos consumió. Qué caras habremos tenido que el señor del bus nos miró un segundo, murmuró algo y nos dejó quedar ahí.
Al tranquilizar la paranoia urbana de un posible secuestro -que nos dejaría sin órganos según los enredos de la cabeza- aceptamos el solidario alojamiento. Adelante mío dos señores decidieron hacer lo mismo. Nadie quería esperar en la calle – fría- aunque tuviesen más de un kilo de hojas de coca cerca de la mochila. Era mejor sacar la risa atravesada, callarse por completo y masticar cuatro o cinco de esas hojas. Cerramos los ojos, cada uno a su manera: dentro de sus bolsas de dormir, entre mochilas, en dos asientos.
Las ventanas empañadas daban el paisaje de Potosí. Un sitio donde se cuentan historias del gran desierto de sal llamado Uyuni, conocido por tener una superficie de 10.582 kilómetros cuadrados y considerado el mayor desértico de sal en el mundo. Hay otros importantes como el Desierto de Atacama en Chile o las Salinas Grandes en Argentina pero al salar boliviano se lo destaca por su extensión y formación.
Las predicciones del clima oscilaban entre los – 9° y una máxima de 14°. Me había acostumbrado a estar cuatro metros sobre el nivel del mar y en ese instante me encontraba en una altura de 3.650 metros. Era el momento de permanecer despierta y continuar disfrutando de un viaje que crecía. Abrí medio ojo y comencé a mover cada dedo de los pies para salir de la bolsa de dormir. Necesitábamos un poco de arranque para conocer esos reflejos blancos de los que tanto hablaban. Apenas podíamos estirarnos cuando de pronto descubrimos que algunas de nuestras ropas, mojadas por el día anterior en una terma, tenían gotas congeladas por los grados bajo cero que sobrevivimos.
Y al instante una señora que al parecer ya nos había visto el día anterior.
-¿Nos está haciendo señas?-
No era difícil, todos sabían por qué estábamos ahí. Los que llegan hasta aquí esperan pisar el camino blanco. El problema de ir totalmente independientes era el “cómo llegar”. No había muchas opciones de transporte y las extraviadas eran inevitables. El que llega sabe que es una difícil travesía y considerar la opción de tours bolivianos se vuelve necesario.
Las posibilidades se abrieron al bajar del bus cuando escuchamos a una mujer llamada Santusa, quien significó lo que era su nombre, la santa (salvación para nosotros). Recuerdo ver a Diana, Andrea y a Jonathan adelante de mí. Todos envueltos como momias enredados en bufandas y suéteres. Caminamos alrededor de tres cuadras con pasos lentos – torpes- persiguiendo a la Santa. El sol se levantó junto a un pueblo que abría sus puestos de comida, entre el humo de parrillas y carros dispersos, que dejaban ver el paso de los vendedores de artesanías del mercado.
Fue un momento de decisión -como cada minuto de la vida-. Con nuestros amigos tuvimos la oportunidad de elegir y compartir anteriores caminos. A ellos los conocimos en Perú al realizar la Ruta Inka, ambos se habían animado a viajar por esta parte del sur pero no tenían tiempo, al igual que Diana y yo no teníamos dinero. La decisión era obvia a nuestras circunstancias. Aceptamos la vuelta de un día.
Santusa incluía recorridos de tres o cuatro días que incluían noches en el hotel de sal, pero un día es suficiente para tener algo de sal en los ojos. Mientras tanto descansamos en el sofá de Santusa y nos ganamos un buñuelo boliviano – que era rosca grande- y un café que animó nuestra bienvenida al Uyuní de Potosí. Hicimos que los minutos hagan de nosotros lo que querían: tres personas más y directo a la ruta del salar.
Dando vueltas por la sal
El tramo comenzó con un pequeño acceso a las artesanías del lugar. Nos tomamos algunas fotos pero todo será rápido al estar junto al jeep. El guía nos ayudó en todo apenas entendiendo su “bienvenidos”. Hablaba tan rápido que decidimos tomar en cuenta sus señas. Avanzamos hasta el primer punto que fue el Cementerio de trenes, un lugar irreal. Los materiales oxidados daban algunas formaciones de lo que fue un cuento olvidado de Bolivia. Aquellos restos de antiguos trenes recuerdan el tramo que unía a bolivianos y chilenos a finales del siglo XIX.
Aquel recorrido provoca la exploración inmediata de aquellas latas viejas que cargaron historias. Girábamos por todo el lugar. Aunque la ojeada fue rápida. «Hay que llegar al desierto», repetía el guía.
Nos alejamos del camino de piedras y comenzamos a entender todo el reflejo del lugar -vimos luz-. Estábamos adentro de un mundo blanco aún creyendo que en un punto iba a terminar. Pero era infinito. Seguíamos andando y a los lados decenas de carros movían a otras personas que compartían el asombro y contemplación del momento.
En esa claridad encontramos gente que recogía la sal a lado de camiones. Un método de extracción que se utiliza para las casi 25.000 toneladas de sal que se retiran al año. Esta técnica consiste en formar pequeños montículos para que el agua que contienen se evapore y facilite su transportación. Se cree que existe alrededor de 10 mil millones de toneladas de sal almacenadas en este desierto.
Pausa para los pasajeros
Y exaltados saltamos a la sal. Habíamos llegado, giramos y nuevamente nos dijimos «llegamos». De mi incredulidad me dieron ganas de comer sal. “No comas mucha sal que se te hará agua la sangre”, se me repetían los mitos urbanos. Desde los cinco años cada vez que comía un poco de sal se me regresaba la frase y solo me quedaba la sensación áspera, casi adictiva, casi agua, en mi paladar. Una impresión que regresó a mi memoria al estar ahí, rodeada de tanta sal.
Desde el comienzo del salar se puede observar ciertos reflejos que van creciendo por una ligera cubierta de agua. Por lo general es un efecto que crece entre los meses de enero y marzo, usualmente en tiempo de lluvia. Eran días de agosto, pero aún así podíamos ver aquellos reflejos que daban una sutil impresión de hipnosis.
Al avanzar por la tierra blanca un gran punto quedó como testigo del lugar donde viajeros dejaron sus raíces como ofrenda. Habíamos llegado al hotel de sal donde las banderas de algunos países regalaban la siguiente postal pero faltaba la nuestra.
“¿La dejo?”, pensé. Alzando la bandera de Ecuador escuchamos unos gritos -esto no suele ocurrir con frecuencia- la sorpresa es grata. Los gritos habían nacido de tres viajeros que llegaron desde la mitad del mundo, Quito.
Era el retrato ecuatoriano. Nos unimos y hasta decidimos izar la bandera. Por supuesto, nuestros compañeros de viaje se rieron pero nos dejaron continuar el encuentro patriota. Mientras ellos recorrían el hotel por dentro nosotros fuimos los primeros ecuatorianos en dejar una ofrenda tricolor, tal vez otro ya lo había logrado, pero ese momento era nuestro. Aún estaba en menos de la mitad de mi viaje y ya me estaba regalando los mejores recuerdos compartidos entre tanta naturaleza boliviana, aprendiendo, viajando y apenas con unos segundos para visitar el hotel.
Gigantes en formas de cactus
El desierto está ubicado dentro de la región altiplánica de la Cordillera de los Andes donde en un pasado, posiblemente, estuvieron acompañados por lagos extensos donde actualmente se puede encontrar una isla llamada el Pescado. Un sitio donde cactus gigantes son los guardianes del extenso salar.
Al final del recorrido nos encontramos ahí, entre cactus que superan los cinco metros de altura. Subimos hasta lo más alto de la isla –en mi caso sin aliento- aunque días atrás aprendí a controlar un poco la respiración. En mis piernas, al igual que el de mis amigos, estaban caminos marcados como el recorrido de dos días hasta Choquequiraw en Perú o las cuestas de la Isla del Sol en la misma Bolivia. Una inhalada profunda y los pasos continúan por sí solos.
Al llegar a la cima enmarcamos una de las mejores vistas del Pescado dejándonos en la boca un “Absolutamente hermoso”. Un sitio que inspira contemplación, donde puedes relajarte un poco y disfrutar.
De regreso por el desierto encontramos el ojo del salar. Uno de los puntos donde se dice que respira Uyuni. Un poco de sonidos acompañaba el retorno que nos permitía agradecer a la naturaleza: compartimos con extraños y sumamos una impresionante imagen de un país donde algunos no creen encontrar nada nuevo.
Poco a poco fue anocheciendo hasta nuestro regreso. Los caminos ya estaban a punto de dividirse. Un abrazo agradecido a la santa, mochilas a las espaldas y partimos. Unas papas fritas para la que no quiere comer carne, una hamburguesa para los que si quieren. Las carretas están muy cerca al igual que el terminal de buses –apenas una calle de distancia- en un pueblo que parece dormido. Andrea regresaría a su Colombia y Jonathan a su Argentina. Ambos retornarían a sus países desde Perú. Mientras Diana y yo continuaríamos por un camino que trazaba a Brasil. Estos son los tipos de despedidas que nos hacen crecer y valorar los instantes de experiencias, de recuerdos. A partir de ese momento comenzarían algunos de los mejores momentos infortunios del recorrido. Y tras el anochecer de Uyuni las intenciones del viaje se dirigían hacia la frontera entre Bolivia y Brasil.
con bandera tricolor, para estos momentos magicos, el concerteo o que otroecuatoriano te reconozca en el mundo ;>